Los vecinos

Los vecinos
Aquí estamos los vecinos del edificio. Ilustración: Axel de la Rosa

miércoles, 31 de diciembre de 2014

EL MENSAJE DE NAVIDAD
No fueron los petardos de los niños del barrio los que alteraron la paz y tranquilidad de la pasada Nochebuena. No fue eso. Fue el discurso del Rey. Apenas dos minutos después de que don Felipe se despidiera de los telespectadores de la uno, doña Monsi llamó a la Padilla y le dijo que ella también quería grabar un mensaje de Navidad para los vecinos. La mujer, que estaba terminando de poner la mesa, le dijo que mejor lo hablaban al día siguiente, confiando en que se le pasaría el capricho, pero nada más lejos de la realidad.
El mismo día de Navidad, a las nueve de la mañana, doña Monsi nos convocó a todos en el portal y nos dijo que de allí no salía nadie hasta que le ayudáramos a grabar su mensaje. Bernardo hizo un gesto de "me va a decir la vieja esta lo que tengo que hacer", y cuando fue a abrir la puerta para ir a su almuerzo con el italiano, que le había invitado a comer una mariscada en la pensión, comprobó que la amenaza de la presidenta no había sido en balde.
-Neruda ha cerrado con llave -le advirtió doña Monsi. 
-Señora, creo que esta vez ha ido demasiado lejos. ¡Abra la puerta! -le gritó el taxista con la misma cara que se le ponía a Bruce Banner antes de transformarse en Hulk. 
La Padilla intentó poner orden y nos trató de convencer de que si hacíamos lo que la presidenta nos decía, podríamos salir de allí antes. Viéndolas venir, llamé a mis padres y les dije que no me esperasen a comer.
Carmela fue la que peor se lo tomó. Sobre todo porque había madrugado para pasarle un trapito a las escaleras antes de irse a comer un caldito de pollo a casa de su suegra.
Antes de subir a su piso, donde dijo que nos esperaría para grabar el maldito mensaje, doña Monsi le ordenó a Neruda que no se apartara de la puerta. El pobre hombre, que fue contratado para recoger la correspondencia de los buzones, ha terminado convertido en un tráncame-la-puerta-para-que-no-salga-nadie y ya hay vecinos que lo llaman Ábrete Sésamo. Penita me da.
Las hermanísimas fueron las primeras en ofrecerse a la Padilla a agilizar el montaje para acabar con aquel caprichito cuanto antes. 
-En casa tenemos una cámara. Yo me encargo de la grabación -dijo Úrsula, sorpresivamente amable.
-Yo le echo los polvos a doña Monsi -dijo Brígida, que tuvo que aclarar que se refería a los polvos de Margaret Astor, porque se había hecho el silencio en medio de aquella algarabía. 
María Victoria dijo que ella se ocupaba del vestuario, pero todos gritamos al mismo tiempo que no, imaginando a doña Monsi con una blusa jaspeada con las rayas de algún felino. 
-¡La presidenta ya está preparada! -nos gritó por las escaleras Carmela, encargada de montar el set de grabación.
Al llegar a su casa, doña Monsi estaba sentada en una de las sillas del comedor, delante de una mesita con un jarrón de flores artificiales y la foto de sus nietos en un lado y una de Carmela, en la otra esquina. Yo no dije nada. 
-¿Dónde está la cámara? -preguntó la Padilla, y en ese momento entraron las hermanísimas cargando una Super-8 a hombros. 


Cuando Carmela haga la señal, usted empiece a hablar -le dijo la Padilla a doña Monsi, que se había pasado tanto con la laca que hubo que ajustar el plano porque la parte alta del peinado se salía de la imagen.
Carmela dejó caer el brazo y doña Monsi comenzó su discurso, pero no habían pasado ni dos segundos cuando María Victoria empezó a respirar agitada. Bernardo corrió en su ayuda. 
-Soy as... soy as... asmática -consiguió decir asfixiada.
-¡Rápido! Llévense a doña Monsi o María Victoria se nos queda! -dijo el taxista. 
Carmela y la Padilla cogieron a la mujer con la silla y todo y se la llevaron al baño. Allí, con la ducha y la taza del váter de fondo, grabamos el mensaje que emitiremos la noche de fin de año. 

jueves, 25 de diciembre de 2014

ALERTA MÁXIMA
Un desagradable olor a podrido provocó que, en la madrugada del pasado martes, todos los vecinos saliéramos asustados a la escalera y -lo que es peor- en pijama. La bata de guata rosa en la que iba envuelta doña Monsi y el dos piezas estilo dálmata de María Victoria me dejaron sin respiración durante algunos segundos, lo cual agradecí, porque aquel tufo intenso a gamba descompuesta me había mezclado algunos órganos y sentí que el hígado me empezaba a latir.
-¡Que nadie suba al ascensor! -gritó la Padilla cumpliendo con sus funciones de subpresidenta-. Es peligroso cuando hay un incendio.
-Que huela mal no quiere decir que haya fuego -le corrigió Úrsula, que llevaba puesto un chándal Adidas de 1980 y unas cholas que le dejaban ver unos calcetines de color calabaza. 
Al escuchar que podría tratarse de un incendio, María Victoria se volvió loca y empezó a gritar que su marido estaba en la cama y que no había podido despertarlo porque toma pastillas para dormir. La Padilla hizo un gesto de cabeza a Bernardo, Neruda y Tito, los hombres del edificio, que no se dieron por aludidos hasta que la mujer les dijo en un tono que fue subiendo: "¡Que vayan a sacar al príncipe ya de una vez, que se nos quema!". Los tres corrieron escaleras arriba como si les hubieran programado para salvar al mundo. 
Mientras el grupo especial de salvamento entraba al piso de María Victoria, en el portal instalamos el centro de operaciones. Brígida sugirió que llamáramos a los bomberos, pero doña Monsi no le dejó terminar y dijo que ni se le ocurriera hasta comprobar qué era lo que pasaba realmente. 
-La comunidad no tiene ni un duro para pagar estos servicios- contestó la presidenta desde dentro de la bata.
A la espera del rescate del bello durmiente, la Padilla nos encargó que intensificáramos el olfato para tratar de localizar aquel olor pestilente. Yo insistí en la idea de llamar al 112, pero la cabecita de doña Monsi surgió de aquella bata acolchada como los pollitos de la cáscara y me recordó que en aquel edificio mandaba ella. 
Por fortuna, un ruido en la escalera nos hizo cambiar de tema. Escuchamos varios golpes y el timbre de alarma del ascensor. 
-Pero ¿quién demonios está ahí dentro? -preguntó la Padilla. 
Una voz de ultratumba resonó en todo el edificio.
-Somos nosotros -dijo Bernardo-. Nos hemos quedado trabados en el ascensor.
La Padilla dio un resoplido que de haber habido fuego lo hubiera apagado al instante. 
-¿Qué parte de no cojan el ascensor porque es peligroso cuando hay un incendio no entendieron? ¿Eh?
-Es que don Alberto pesa mucho para bajarlo por la escalera -contestó Neruda.
Carmela, que entró en ese momento al edificio -porque ahora está llegando dos horas antes para prepararle el desayuno a doña Monsi-, nos encontró a todos con la cara lavada y en pijama y casi sale huyendo del susto. A María Victoria le entró un ataque de ansiedad al pensar que su marido se había quedado encerrado en el ascensor en medio del incendio y, como es habitual en ella, empezó a marearse. 
-Carmela, coge el destornillador y ayúdanos a abrir la puerta del aparato -le ordenó la Padilla.
Carmela entró en el cuartito de contadores y un tufo a pescado podrido nos tumbó hacia atrás. María Victoria no superó el impacto y cayó al suelo desmayada. 
-¡Ah! -dijo Carmela-. Ya sé qué es este olor. Es el paquete que nos trajo el italiano hace tres días como regalo de Navidad, pero, como yo estaba liada con la escalera, me despisté de avisarles. Son dos kilos de langostinos y un décimo de lotería a repartir. ¿No es hoy el sorteo?
Con el pijama remangado y sudoroso por la tensión, la Padilla no daba crédito a lo que acababa de escuchar y le ordenó que abriera de una vez el ascensor. Carmela giró el destornillador y los tres hombres salieron en tropel, dejando caer al príncipe como si fuera un saco de papas. Ni aun así se despertó. 



lunes, 15 de diciembre de 2014

EL TONITO DE CARMELA
Desde que doña Monsi nombró a la Padilla subpresidenta de la comunidad del edificio tiene el ego tan subido que ha ganado unos cuantos centímetros de altura y ahora ya no tiene que ponerse de puntillas cuando pulsa el botón de la azotea en el ascensor. De todas formas, tampoco tendría que hacerlo, porque su hijo Tito, que ha regresado a casa por Navidad, se pasa el día encerrado en el aparato, subiendo y bajando y cobrándonos la entrada. La tarifa es según el piso y el peso. Así que, con los gastos que generan estas fiestas, de nuevo, volvemos a tener colapso en las escaleras y Carmela no da abasto.
-¿Otra vez a la calle? -le preguntó a Bernardo con el mismo tono de "yastabién" que le pone el presentador de "la Sexta noche" a sus contertulios.
-Trabajo, ¿sabes?, y me ha salido un servicio al aeropuerto. Usaré las escaleras las veces que necesite. Lo que faltaba ahora, hombre -le recriminó el taxista.
Harta de que le ensuciáramos lo que limpiaba, a Carmela no se le ocurrió otra cosa que echar bote y medio de cera por cada cubo de agua y el miércoles tuvimos el primer accidente. Don Alberto, el príncipe, bajó a comprar dos muslitos de pollo para el caldo que, de cara a Nochebuena, está ensayando su mujer, María Victoria, que de cocina sabe lo que yo de física cuántica, y, de repente, un golpe seco y estentóreo dejó en silencio a todo el edificio. Enseguida, salimos a ver qué había ocurrido.

-El príncipe se ha caído -dijo Carmela con el mismo tono que nos da los buenos días y golpeándole en la cadera con la fregona para que iniciara el levantamiento.
-¿Pero no ves que está malherido? -le apuntó Brígida, al ver al hombre con las piernas colocadas en dos direcciones imposibles en relación a su cuerpo.
-¿Le duele algo? -le preguntó Carmela con el mismo interés que el camarero del bar de la plaza cuando dice "¿con gas o sin gas?".
-No -respondió don Alberto.
-¿Ven? Tanto drama, tanto drama y el hombre está perfecto.
Yo, que no suelo meterme en nada, les recordé que don Alberto no era de fiar, en el sentido de su problema expresivo tras el golpe que recibió con el palo de golf.
-Yo creo que ha querido decir que sí -se lanzó a decir Brígida.
Carmela se enfadó aún más y dijo que aquello era territorio suyo y que nos metiéramos en nuestros asuntos. Para entonces, Úrsula ya había ido a buscar a María Victoria, que, al ver a su marido tirado en el suelo, dio un grito que yo pensé que había sido el rugido del león que llevaba serigrafiado en su camiseta.
A riesgo de cargarse al herido, entre las hermanísimas lo levantaron del suelo y el hombre recobró la postura normal de sus piernas.
-Exagerados que son todos -nos echó en cara Carmela al ver cómo don Alberto regresaba sin problemas a su casa. Esta vez lo dijo con un tonito de "váyanse por ahí".
Con este panorama: un ascensor que no recaudaba porque los vecinos se niegan a pagar por trayecto y con una escalera que más parecía la pista de patinaje del Rockefeller Center, doña Monsi se replanteó la situación y anunció que hasta el 1 de enero el ascensor volvía a ser gratis. Úrsula, que no soporta las manías de la presidenta, lleva tres días subiendo y bajando.
-A esta le cobro yo todo lo que se ha ahorrado en una semana -dijo, mientras pulsaba el dos, el tres, el cuatro.
El viernes, don Alberto y María Victoria salieron a pasear un rato y se tropezaron a Carmela en el portal.
-¿Qué? ¿A jugar al golf? -les preguntó, mientras guardaba los botes de cera que ya no necesitará, y lo dijo con un tonito, como si en realidad lo que quisiera decirles fuera: "Tanto escándalo con la caídita y ahora te vas a jugar. ¡Pijo!".
-Encima, bromitas -le recriminó María Victoria-. El palo es para apoyarse porque tiene un esguince de tobillo y se le ha disparado la flebitis.

jueves, 11 de diciembre de 2014

MALOS ENTENDIDOS
Desde que doña Monsi se levantó de la silla de ruedas donde se recuperaba de su rotura de cadera para decir que no habría árbol de Navidad en el edificio y comprobó que la placa de metal aguantaba su peso, las cosas han cambiado. Ahora no para de moverse de un lado a otro y, con lo pequeñita que es, a veces no sabemos bien dónde se ha metido. Y eso que el médico le dijo que, a su edad, es peligroso volverse a caer y que un paso en falso podría ser definitivo para postrarla en una cama.
-A mí no hay quien me tumbe -le espetó en toda la cara al pobre médico.
Carmela, que se ha aficionado a los calditos de pollo -de hecho el otro día en vez de lejía le echó Maggi al agua de las escaleras-, se pasa el día llamándola por el hilo musical del edificio.
-Atención, doña Monsi. El caldito está ya en la mesa. Si no viene se le enfriará -le escuchamos decir el otro día. 
Ella nunca aparece ante estas llamadas. Bernardo dice que la pobre señora también debe estar sorda y que eso es un peligro añadido. 
Para peligro, el nuevo matrimonio recién llegado al edificio -María Victoria y Alberto, que sí que oyen y bastante bien, porque fueron ellos quienes a la primera llamada subieron y se zamparon el caldito. Carmela puso el grito en el cielo, acusándoles de ladrones y las hermanísimas tuvieron que bajar a poner paz en la discusión.
Después de diez minutos diciéndose barbaridades unos a otros, llegamos a la conclusión de que todo se había debido a una confusión causada por Alberto, el marido, al responder la pregunta de su mujer, María Victoria.
-Eso que acabamos de oír de que ya está el caldito en la mesa, ¿es para nosotros también? -le había preguntado ella.
-Claro que sí -le había respondido él y ella no se acordó de que, desde el golpe con el palo de golf, cuando Alberto decía no quería decir sí y viceversa.
Así que, sin pensárselo dos veces, subieron a tomarse el caldito.

A la pobre mujer, embutida en un mono ajustado con manchas de cebra, le dio un sofoco al darse cuenta de su error y pidió disculpas, pero le dijo a Carmela que tuviese más cuidado con el exceso de sal que le echaba al caldito.
Viendo el estado de nerviosismo en el que se encontraban, Brígida acompañó al matrimonio al ascensor para que subieran a su piso, pero, cuando se abrió la puerta, apareció la cara de Tito, el hijo de la Padilla, que ha vuelto a casa por Navidad y que les pidió el ticket para poder entrar. Todos nos quedamos con los ojos más abiertos que el emoticono del móvil y fue Úrsula la que preguntó a qué se refería.
-¿No les han contado? Mi madre ha comprado el ascensor y desde hoy, si quieren usarlo, tienen que pagar.
-Niño, déjate de tonterías y sal de ahí. Eso es imposible. El ascensor es del edificio y lo pagamos todos -le gritó Úrsula.
Tito se negó a dejarles entrar y accionó la reja de seguridad que le permitía seguir hablando con nosotros pero que nos impedía el paso desde fuera.
-Esto es ilegal. Además, doña Monsi no nos ha dicho nada y ella es la presidenta -le aclaró Carmela, mientras a María Victoria le empezaba a dar otro sofoco y acabó tirada en el suelo.
En ese momento, apareció doña Monsi, que llegaba de la peluquería, con lo que medía casi el doble gracias a los dos litros de laca que le sostenían el peinado cumulonimbo. Carmela, Bernardo, Úrsula, Brígida, Alberto y yo nos lanzamos sobre la pobre mujer para que pusiera orden en aquella estupidez del ascensor.
-¡Silencio! -gritó. Como el médico me recomendó tranquilidad, le he dado la subpresidencia del edificio a la Padilla, así que disuélvanse y quiten a ese animal de mi rellano -dijo señalando a María Victoria que se encontraba desmayada en el suelo y parecía una cebra moribunda.

domingo, 7 de diciembre de 2014

LAS CUENTAS DE NAVIDAD
Los recortes navideños han llegado al edificio y, este año, se ha cambiado el alumbrado de luces de colores por nueve velas blancas que sobraron en la tienda de Chen Yu de la temporada pasada. La decisión ha sido unilateral y sin vuelta atrás. La presidenta, doña Monsi, lo comunicó a todos los vecinos con nocturnidad y alevosía, a través del hilo musical de la escalera a última hora del martes y, temiendo que se formara una tangana, mandó a Neruda a vigilar su puerta durante toda la noche. Sin embargo, las hermanísimas y la Padilla se metieron en su piso cuando, al día siguiente, Carmela, entró a llevarle un caldito de pollo que le había preparado. Allí las tres le cantaron las cuarenta.
-¡Ya está bien, señora! -le gritó Úrsula-Se está pasando tres pueblos. 
-La Navidad ha sido siempre una cosa sagrada en este edificio, incluso en tiempos peores -le recordó la Padilla, enseñándole unas fotos que sacó su hijo Tito en las fiestas de 2009 en las que se veían las luces de neón que ese año colgamos en la entrada del edificio. 
Doña Monsi, que se ha vuelto una caprichosa por culpa de la maldita rotura de cadera, se llevó las manos a las orejas y empezó a cantar el "pero mira como beben los peces en el río" con los ojos cerrados y moviendo la cabeza para no escuchar los reproches de sus vecinas. Con el escándalo, Neruda que había bajado a limpiar los buzones a los que ya no llegan ni facturas del banco, subió corriendo y, al puro estilo Diego el Cigala, gritó: "¡Atrás!" y desalojó a las mujeres con la fregona que previamente le había cogido a Carmela, a la que lo único que le importaba era que el caldo no se enfriara.
-Ande, vaya tomándose un sorbito entre grito y grito -le dijo, mientras le hundía la cuchara hasta la campanilla. 

Doña Monsi acabó ahogándose; las hermanísimas y la Padilla, en medio de la escalera amenazando a Neruda y Carmela, tomándose el caldito casi frío. 
Por otro lado, el italiano ya no está con nosotros aunque sigue con su pescadería. De momento, está viviendo en una pensión cerca de la avenida marítima. Supongo que un día de estos quedaremos con él en el bar de Antonio para darle su décimo de Lotería de Navidad. Aquí somos todos muy creyentes. En la suerte. 
El piso del italiano ya está ocupado por los nuevos inquilinos. Tienen pinta de buena gente, pero solo es eso: pinta. María Victoria es de esas mujeres de la que no acertarías su verdadera edad ni con la llamada del público. La esconde (la edad) debajo de un centenar de retoques entre cara y cuello. Le gusta embutirse en pantalones de pitillo ajustados con manchas de leopardo, tigre o cebra y camisetas tres tallas menos con dibujos de temática animal, con lo que el primer día que me tropecé con ella en la escalera salí corriendo porque los ojos del león que caían justo encima de sus pechos parecían en tres dimensiones y pensé que se me venia encima. Salí escopetada y a punto estuve de coger una de las velas para asustar al animal. Por aquello de que el fuego ahuyenta a las bestias. 
Alberto es su pareja. Hace unos meses sufrió un golpe en la cabeza mientras jugaba al golf y, desde entonces, dice sí cuando quiere decir no y no cuando quiere decir sí. Es un problema porque el viernes, que hubo reunión vecinal, nos metió en un buen lío cuando tuvimos que decidir si este año hacíamos o no el árbol de navidad. La votación terminó en empate pero Carmela, que se dio cuenta enseguida, aclaró que si Alberto había votado que no, en realidad quería decir que sí, con lo que habría árbol. Doña Monsi, como si fuera Lázaro, se levantó de la silla de ruedas, dio dos pasos y dijo que, en este edificio, no es no.