Los vecinos

Los vecinos
Aquí estamos los vecinos del edificio. Ilustración: Axel de la Rosa

lunes, 24 de agosto de 2015

EL SILLONCITO DE MARRAS
El martes a mediodía, unos señores trajeron el sillón de la Padilla de vuelta al edificio, después de que hubiera pasado las pruebas que confirmaban que no estaba infectado.
-¿A qué piso lo llevamos? -preguntó uno de ellos a Carmela.
-Al cuarto izquierda -contestó ella.
-¡A ningún sitio! -interrumpió la Padilla, que justo llegaba de la calle.
-Perfecto. Pues lo dejamos aquí -sonrió uno de los hombres y extendió la mano en busca de propina, pero lo único que recibió fue una pelusa que Carmela encontró rodando escaleras abajo.
El hombre cerró la mano y se metió la pelusa en el bolsillo. No dijo nada. Su encargo era devolver la mercancía y eso habían hecho.
-Pero ¿por qué no les ha dejado que se lo subieran a casa? -preguntó Eisi, que temía que, ahora, se lo pidiera a él. Además, recordaba que el mueble ese no cabía en el ascensor
-Porque ese no es mi sillón. El mío era de un marrón más oscuro -dijo la Padilla.
-Normal. Estaba lleno de roña. Supongo que mientras comprobaban si estaba o no infectado por Cinco Jotas, aprovecharon para limpiarlo -apuntó Carmela.
-Qué ligera eres a veces. No es el mío y punto -gritó la Padilla y entró en el ascensor.
El sillón permaneció en el portal todo el día. Todos esperábamos que su dueña cambiara de opinión. Por si acaso, y preocupado por si en cualquier momento lo llamaban para subirlo al cuarto izquierda, Eisi contactó con un colega que le firmó un papel donde ponía que tenía una ciática de caballo y que no convenía que hiciera esfuerzos.
Al día siguiente, doña Monsi empezó a ponerse nerviosa.
-Me quiere alguien decir por qué ese maldito sillón sigue aquí todavía.
-Es que la Padilla dice que no es el suyo -le explicó Carmela-. A mí no me importa que lo deje aquí abajo. Viene bien para las visitas.
-¿Qué visitas?
-Las que vienen a verla a usted. Son señoras tan mayores que se cansan esperando el ascensor. Pues bien, ahora, podrán sentarse ahí. Ellas y usted.
La respuesta no le gustó nada a la presidenta, que salió a la calle dando un portazo tan grande que el edificio se tambaleó de este a oeste y Eisi pensó que, a lo mejor, el Señor le había castigado por inventarse lo de la ciática, así que llamó a Neruda y le pidió que le ayudara a subir el sillón.
-Pero ¿no estabas cojo? -se extrañó Carmela, que no quería que le quitaran aquel mueble donde había pensado echarse una siestita después del bocata de sardinas mañanero.
Los dos hombres subieron los cuatro pisos con el sillón a cuestas y lo dejaron en el rellano de la Padilla. Esa tarde cuando la mujer abrió la puerta para ir a tender a la azotea vio aquello y se puso más histérica que la niña del Exorcista atacada por pulgas.
-Pero ¿quién puso esto aquí? De la frase "este no es mi sillón" ¿qué palabra no entienden? -gritó desaforada y empujó con tanta rabia el sillón que empezó a rodar escaleras abajo sin control.
Al oír el ruido ensordecedor que provocaba el movimiento en caída libre del sillón, Eisi se asomó al hueco de la escalera y vio cómo el bólido se le venía encima. Salió corriendo y avisó a Carmela y a Neruda para que se refugiaran en el cuarto de contadores. En menos de dos segundos, el sillón se estrelló contra los buzones.
El estruendo dio paso a un silencio tan desolador que Eisi, temiendo que alguno estuviera herido, pasó lista como solía hacer en la cárcel después de un motín.
-¿Bernardo?
-Vivo
-¿Úrsula y Brígida?
-Seguimos vivas.
-¿Carmela?
-¡Imbécil!
Y así, uno a uno, todos respondimos.
Ante aquel destrozo, doña Monsi ordenó a Eisi que sacara, inmediatamente, aquel "sillón asesino" del edificio, pero, al intentar desincrustarlo de la pared, hizo un mal jeito y se quedó doblado en el sitio. Al final tuvimos que llamar a los señores que lo habían traído para que se lo llevaran de allí (el sillón). De tanto traqueteo, dejaron el portal hecho un asco.
-Señora, no hace falta que nos dé propina que ya nos servimos nosotros mismos -le dijo uno de ellos a Carmela, cogiendo una de las incontables pelusas que revoloteaban por el portal.

domingo, 16 de agosto de 2015

AGUA VA
Todo hacía presagiar que las aguas habían vuelto a su cauce. Pero en este edificio nada es lo que parece. El lunes pasado la Padilla regresó, después de que los sanitarios concluyeran que no estaba infectada de gripe porcina, aunque el sillón en el que se la llevaron tendrá que pasar un par de análisis más porque de tanta suciedad que tenía encima les ha sido imposible confirmar si tiene o no restos de Cinco Jotas. El pobre cochino aún sigue en cuarentena. Mientras tanto, para levantar los ánimos, Eisi decidió montar una piscina hinchable en la azotea con el beneplácito de doña Monsi, que solo puso una condición: que le enseñara a nadar.
-La última vez que floté fue antes de que mi madre rompiera aguas -confesó la presidenta.
-De eso debe hacer mucho, ¿no? -preguntó Carmela en voz baja.
-La doñita debe estar ras con ras con los tyrannosaurus rex de Spielberg -dijo Eisi mientras leía las instrucciones de montaje de la piscina con el mismo interés que leyó el plano que dibujó el "Perenquén" (un compañero expresidiario) la tercera vez que intentaron escapar de la cárcel.
Aprovechando que no llovía, a pesar de ser agosto, el miércoles por la mañana, Eisi y Neruda armaron la piscina, aunque más se podría decir que lo que armaron fue un desaguisado.
-Pero ¿no se suponía que era redonda? -preguntó Carmela, preparada con la fregona entre las manos por si la nueva infraestructura goteaba.
-Si vamos a empezar ya a poner pegas, me avisas y, entonces, lo dejamos -respondió Eisi bastante enfadado, mientras un hilillo de sudor le recorría la cara y el cuello hasta detenerse en el medallón de oro.
Neruda fue el encargado de llenar la piscina de agua con una manguera que enchufaron a la llave de paso de doña Monsi. Todo esto sin que ella lo supiera, obviamente.
Cuando terminaron, en medio del polvo subsahariano y el bochorno de un agosto atormentado, María Victoria apareció en la azotea, embutida en un bikini fucsia con motivos de Panthera Onca que daba más miedo que el propio felino corriendo a su aire por la Pampa argentina.
-Y aquí, ¿por dónde se entra? -preguntó la mujer.
-Pues subes al murito ese y te tiras. Pero, un momento... -le dijo con la mano estirada-. Antes tienes que pagar la cuota -le advirtió, apuntando con el dedo índice al papel que había colgado en la puerta de entrada a la azotea.
-Qué cara más grande tienes. Después te lo paga mi marido, que yo no puedo perder ni un segundo para hacer mis ejercicios anticelulíticos bajo el agua.
El problema llegó a media tarde. Hacía demasiado calor y todos los vecinos acabamos juntándonos en la azotea. Carmela fue la primera en llegar y se puso a discutir con Eisi porque quería cobrarle también por los mellizos que todavía lleva en su útero.
-Tú no lo entiendes, pero, aunque no hayan nacido, ocupan espacio, y eso cuesta dinero -se justificó él, pero entre todos terminamos convenciéndole. Hicieron falta un par de cervecitas.
A las siete de la tarde, aquello se había convertido en una piscina de esas japonesas, abarrotadas de gente. Hubo un momento en que todos, salvo Eisi y doña Monsi, que había reservado una hora exclusiva para ella a las ocho, estábamos dentro y tan pegados unos con otros que Úrsula creyó sentir que el bikini de María Victoria le daba un mordisco y, entonces, empezó a gritar como una posesa. Carmela se puso tan nerviosa que le dio por mover los brazos como si fuera uno de los gigantes de don Quijote, lo que transformó la piscina en un jacuzzi con pinta de sopa hirviendo con tropezones.
En uno de los vaivenes la Padilla tragó un buche y, temiendo que la piscina se quedara sin agua, Eisi se lanzó en plancha y le dio un leñazo en la espalda para que la mujer expectorase. "¡Échela!", le gritó. Al ver aquella imagen a todos nos dio un poco de repelús y salimos de allí corriendo. En la huida, caímos sobre el borde de la piscina, el plástico se rompió y el agua salió en tromba escaleras abajo.
Esa noche, doña Monsi clausuró la azotea y se quedó sin aprender a nadar. Otra vez será.

lunes, 10 de agosto de 2015

UN SEÑOR
La enfermedad de Cinco Jotas ha dejado a la Padilla sumida en la más profunda tristeza. Tal es así que, desde que se llevaron al pobre cerdo para tenerlo en cuarentena, no se ha querido levantar del sillón donde el animalito solía dormir la siesta. 
-Tita, te vas a contagiar -le advirtió su sobrina a gritos desde la puerta de la cocina.
-¿Y qué? -respondió con un hilillo de voz. 
Al día siguiente a que se llevaran a Cinco Jotas, unos señores, forrados de blanco, vinieron a desinfectar el piso, pero la Padilla se resistió a levantarse del sillón y ahí se quedó.
-Como me ponga la mano encima, le arranco el traje de cazafantasmas ese a mordiscos -amenazó la mujer y la dejaron por imposible.
El drama coincidió con el regreso de doña Monsi de su idílico viaje a Fuerteventura donde -según se enteró Carmela- "conoció a un señor". 
-No sé qué tiene eso de especial, yo conocí a varios cuando me fui a Sevilla en Semana Santa hace unos años -apuntó Úrsula.
-Se refiere a algo más amoroso. Tus señores eran costaleros y, además, tú solo tenías ojos para el Jesús del Gran Poder -le recordó Brígida a su hermana.
De un modo u otro, lo cierto es que gracias a "ese señor" doña Monsi llegó más relajada y, por primera vez, la vimos sonreír. 
-Eisi, llévale este caldito a la Padilla. Seguro que le calmará el disgusto por su cerdito -dijo la presidenta, que, además, terminó la frase con un "por favor".
-Señora, no es por no hacerlo, pero yo a ese piso no entro. Está infectado -se justificó, aunque de nada le sirvió, porque doña Monsi se quitó la sonrisa y empezó a ponerse fea.
Al final, fue Neruda, el jefe de seguridad del edificio, quien se arriesgó a entrar en el piso envuelto en una manta esperancera para evitar el contagio. La Padilla agradeció el gesto, pero se negó a comer.
-Se nos va a quedar en los huesos -dijo Carmela.
-Anda ya, ¿tú sabes cuántos años tendría que dejar de comer esa mujer para que empezáramos a verle los huesos? Con la cantidad de grasa que tiene no hay que preocuparse -apuntó María Victoria, que no se quita la mascarilla de su marido y ya empieza a tener un tonito amarillento (la mascarilla). 
El viernes, cuando Carmela salía a tirar el cubo de agua a la calle (mira que le hemos dicho que eso no se hace), un señor entró en el portal y preguntó por la presidenta. Sin pensárselo dos veces, sacó una silla del cuartito de contadores y le invitó a sentarse.
-¡Rápido! El señor que conoció doña Monsi en Fuerteventura está abajo -gritó Carmela de piso en piso.
En menos de tres minutos, Bernardo, las hermanísimas, Eisi, Neruda, María Victoria, su marido, la sobrina de la Padilla y yo bajamos al portal a conocer al hombre que había obrado el milagro en nuestra presidenta.
María Victoria se erigió en la anfitriona, a pesar de llevar unos pantalones de andar por casa, apretadísimos, que dejaban ver y casi oír la sangre que circulaba por sus venas.
-Bienvenido, señor. Doña Monsi baja ahora. ¿Quiere un cafecito? -le preguntó, haciendo un gesto a Carmela para que encendiera la cafetera y otro a Eisi para que fuera a avisarla.
-Qué isla más bonita tiene usted. Ella es una mujer maravillosa. Seguro que le encantará vivir en Fuerteventura -dijo Úrsula, deseando que el señor hubiera venido a pedir matrimonio a la presidenta y se la llevara para siempre.
Cuando le avisaron de que "su señor" estaba en el edificio, doña Monsi bajó las escaleras como nunca: de tres en tres como un saltamontes. 
-Pero este no es el señor que yo conocí -dijo cuando lo vio, más disgustada que el día que perdió el bote de laca del pelo. 
-Entonces, ¿quién es usted? -preguntó Carmela.
-¡Basta! Soy inspector de Sanidad y he venido por una denuncia de un sillón infectado en el edificio -dijo, apartando la silla y sacando una ristra de papeles.
Minutos después, dos señores forrados de blanco entraron en el piso de la Padilla y se llevaron el sillón. Ella iba encima. 

lunes, 3 de agosto de 2015

UNA GRIPE MUY CERDA

Que al final doña Monsi fuera sola al viaje a Fuerteventura vino bien, porque la agencia de viajes le regaló una semana más de estancia en la Isla, con lo que la Padilla aprovechó para autoproclamarse presidenta sustituta. Los primeros días transcurrieron tranquilos, hasta que Cinco Jotas cayó enfermo con un resfriado o, al menos, eso fue lo que diagnosticó el médico cuando ella le relató los síntomas.

-Se pasa el día moqueando, suda mucho y está apagadillo -le contó la mujer sin aclararle que a quien se refería era un cerdo.

Con el lío de darle el paracetamol cada seis horas, hasta el miércoles la Padilla no tuvo tiempo para dedicarse a los menesteres del edificio, pero, cuando vio que el enfermo mejoraba algo, se lanzó a la batalla.

-Yo no creo que el cerdo haya mejorado. A mí me da que se lo ha cargado con tanta medicación humana y lo que pasa es que sigue vivo por inercia -comentó Carmela, temiendo lo peor.

-¿No sería mejor que llamásemos a algún científico de la NASA para que lo aísle? -sugirió María Victoria, desplegando su hipocondría-. Seguro que tiene la influenza porcina.

-Cariño, por favor, ¿ya has vuelto a mirar en Wikipedia? ¡Qué mujer esta! -se quejó Alberto, su marido, y nos confesó que él, cada dos días, cambia la contraseña del ordenador, pero ella, por la noche, se pone cariñosa y pasa lo que pasa.

Carmela se imaginó la escena de María Victoria haciendo morritos, embutida en un camisón de capullos de mariposa, y tuvo que pensar en otra cosa para sacarse de la cabeza aquella imagen. "Los mellizos van a salir traumatizados", murmuró tocándose la inmensa barriga.

El jueves, la presidenta se pasó todo el día fuera con Neruda y su sobrina Alegría, buscando unas carpas para la azotea, donde quiere montar una terraza de verano para dinamizar el edificio.

-Lo que me faltaba -gritó Carmela, temiendo que, al final, acabaría limpiando las escaleras también los fines de semana.

Sin embargo, a Eisi le gustó la idea porque pensó en los clientes a los que podría cobrar por cada viaje en el ascensor.

A media mañana, en plena modorra de agosto, unos estornudos continuos y persistentes alertaron a los vecinos.

-Provienen del piso de la Padilla, pero ella está fuera -apuntó Úrsula.

-¡Dios mío! Es el cerdo ese. Ha vuelto a recaer y nos va a infectar a todos -dijo María Victoria, que corrió más para llegar a su piso que el primero de la cola para el cásting de Bourne en el Auditorio. Allí cogió la mascarilla que usa su marido cuando fumiga.

Eisi tomó el mando de la situación y contó que, una vez, cuando estaba en la cárcel, tuvieron que aislar a un compañero por cuestiones olfativas y él lideró la operación porque ninguno de los vigilantes quería acercarse a él.

-A mí me daba igual y más desde que Chanito el "Puño Suelto" me rompió la nariz en una pelea -explicó.

-Pero esto es más peligroso. El cerdo está infectado con el virus N1H1 -aclaró María Victoria.

-Cariño, esto no puede seguir así. Mañana desconecto el ordenador -le amenazó Alberto.

-¡Silencio! -gritó Eisi con las manos estiradas-. Estoy al mando. Lo que hay que hacer es sacar al Siete Jotas ese del piso y encerrarlo en el ascensor hasta que vengan a llevárselo. Es el lugar más hermético de todo el edificio.

-Se llama Cinco Jotas -le corrigió Carmela, apenada por el animal.

-Siete, cinco... En unas horas será cero -sentenció Eisi.

La operación de aislamiento se desarrolló según lo acordado. Bernardo forzó la puerta del piso de la Padilla, el cerdo salió corriendo, Úrsula lo acorraló y Eisi lo encerró en el ascensor.

Un par de horas después, llegó la Padilla y se encontró a los sanitarios, forrados de pies a cabeza, tratando de abrir, sin éxito, la puerta del ascensor.

-Está atascada -dijo uno de ellos, mientras dentro se oía el eco de los estornudos.

Ya, de noche, los bomberos tuvieron que venir a rescatar a Cinco Jotas y se lo llevaron a una finca apartada, donde permanece en cuarentena. La Padilla no ha parado de llorar desde entonces y todos tememos que Cinco Jotas ya no volverá.