Los vecinos

Los vecinos
Aquí estamos los vecinos del edificio. Ilustración: Axel de la Rosa

lunes, 19 de septiembre de 2016

EL PORTEADOR
Carmela aguantó un día, menos tres minutos, encerrada en el ascensor con las mellizas. Fue tanto el estrés que acumuló allí dentro que, nada más salir del aparato, llevó a las pequeñas a la guardería y apagó el móvil. Ya no le preocupaba que algo pudiera pasarles a sus niñas. ¿Qué podría ocurrirles? El peligro eran ellas. Lo que le resultó más complicado fue abandonar el encierro sin que doña Monsi pusiera pegas, empeñada como estaba la presidenta en que habían sido contagiadas de alguna gripe rara por el okupa; así que tuvo que esperar a que llegase un médico y certificará que las tres estaban como toros. El pobre hombre no se atrevió a decir que, en realidad, estaban como vacas por si Carmela se lo tomaba a mal, ahora que ha empezado una dieta. Quienes continuaron encerradas fueron Brígida, que se ha enamorado locamente del okupa, y la pelusa, que ya alcanzó tamaño bola de discoteca.
-Te estás buscando la ruina -amenazó Úrsula a su hermana a través de la puerta del ascensor.
-Es el hombre de mi vida -gritó Brígida, desde el tercer piso, donde se habían detenido la noche anterior.
-Si no sales de ahí inmediatamente te vas a quedar sin la herencia que nos dejó padre.
-¿Qué herencia? Lo único que padre nos dejó fueron deudas.
A Úrsula le dio un vuelco el estómago. Temía no volver a ver a su hermana, pero le apuraba mucho más tener que afrontar ella sola las deudas. Esa misma tarde, doña Monsi anunció que el ascensor quedaría cerrado para siempre y que estaba negociando contratar a un porteador para el traslado de vecinos arriba y abajo del edificio.
-Pero qué locura es esta. ¿Un porteador? Ni que esto fuera el Himalaya -protestó la Padilla, que temía otro recibo más ese mes.

-Pues a mí me gusta la idea de ir sobre la espalda de un tipo cachas -comentó María Victoria, enfundada en unos "leggins" de color tortuga mal alimentada.
Como es habitual, la presidenta pasó de las opiniones vecinales. Al día siguiente, cuando oímos los gritos de Carmela, temimos que algo le hubiera pasado a las mellizas.
-Ay, mi madre. Esto no puede ser verdad.
-¿Dónde están las niñas? ¿Qué les ha pasado? -preguntó asustada la Padilla.
-¿Las niñas? Yo solo veo a un niño. ¡Y qué niño! -dijo, con la mirada clavada en un tipo con más espalda que la que se le quedó a Phelps después del oro en 200 mariposa.
-Me pido ser la "prime" -gritó María Victoria, lanzándose como una garrapata sobre el desconocido.
En menos de un segundo, las dos mujeres acabaron encaramadas al hombre, mientras él daba vueltas como un ventilador tratando de quitárselas de encima.
-Qué vergüenza -comentó la Padilla-. Pelear por un hombre. Basta de tonterías y déjenlo libre, que necesito subir a casa con la compra del súper.
-Pero ¿qué hacen, insensatas? -sonó la voz profunda de doña Monsi desde lo alto de la escalera.
-Están discutiendo porque todas quieren subirse al porteador -soltó Eisi, después de darle un trago al barraquito.
-¿Qué porteador?
-El que usted ha contratado a falta de ascensor -le recordó él.
-Pero ¿qué dices? Ese no llega hasta la próxima semana -aclaró la presidenta, que había salido de su piso armada con el bote de laca en la mano, por si acaso.
-Entonces ¿este quién es? -preguntó María Victoria desde lo alto del hombre armario.
La presidenta destapó el bote de laca y apuntó hacia él.
-No dispare. Yo solo vengo a ver al padre Dalí, que me dio cita a las cinco para confesarme. Lo que no sé yo es si esto también me va a contar como pecado -dijo él con cara de preocupación al ver a las mujeres enganchadas como sanguijuelas a su cuerpo.
-Oye, que si me subes y me bajas de la azotea cinco veces yo misma te redimo de tus pecados -le susurró Carmela.
Cuando Eisi se terminó el barraquito, ayudó al tipo y logró despegarlas. Sin perder un segundo, el hombre salió corriendo a casa del cura a confesarse.
Desde ese tarde, Carmela y la Padilla no se mueven del portal a la espera de la llegada inminente del verdadero porteador. Y yo llevo tres días cuidando de las mellizas.

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