Los vecinos

Los vecinos
Aquí estamos los vecinos del edificio. Ilustración: Axel de la Rosa

lunes, 10 de octubre de 2016

SOBRAN TRES
Cuando el martes me tropecé a mitad de escalera con la Padilla y su termo de tres litros rebosante de café, empecé a temer lo peor: la reunión de la comunidad no acabaría esa noche. No me equivoqué. A las dos y siete minutos de la madrugada estaba regresando a casa, después de más de ocho horas encerrada en el cuarto de contadores que la presidenta había mandado a habilitar como salón de actos, denominación excesiva para aquel cuchitril de apenas cuatro metros cuadrados. Entre gritos y discusiones absurdas, a las dos y seis minutos, doña Monsi dio un golpe en la mesa y ordenó que nos disolviéramos. Deseé con todas mis fuerzas poder hacerlo, pero en el sentido exacto de la expresión, y que cada partícula de mi cuerpo se desintegrara y yo pasara a un estado etéreo.
En una cosa sí que estuvimos todos de acuerdo, y fue en que no volveremos a perder más tiempo en reuniones mientras doña Monsi esté al frente de la presidencia porque, digamos lo que digamos, ella seguirá tomando las decisiones de forma unilateral, con nocturnidad y algunas veces de madrugada. En esta ocasión, dispuso que tres vecinos tenían que abandonar el edificio porque hay graves problemas con la capacidad portante y tenemos que aligerar peso.
-¿Cinco Jotas cuenta como vecino? -preguntó Eisi al día siguiente cuando quedamos en el portal para comentar la decisión de la presidenta.
La Padilla le aclaró que, antes que el suyo, saldrían otros "cochinos" de allí.
Bernardo, temeroso porque la mujer lo dijo con el pecho hinchado, con lo que, en vez de una parecía dos Padillas, le preguntó a Carmela, en confianza, si olía. Ella, acostumbrada a bregar con todo tipo de olores, no dudó en meter la nariz bajo su axila y, cuando regresó a la vida, le confesó que aquello no se podía calificar de olor y se quedó todo el día mareada con una penita en el estómago.

-Yo no puedo irme porque estoy sacando la ropa de invierno del armario -se excusó María Victoria.
-Yo creo que deberían marcharse los que más pesan -sugirió Úrsula.
-Pues entonces que se largue tu hermana que lleva un hijo dentro -comentó Carmela en referencia a Brígida que sigue sin hablar desde que pronunciara aquel enigmático "varón" antes de quedarse muda.
-Aún no está confirmado que esté embarazada -se quejó su hermana con cara de "vuelve a hablar con ese tonito que no lo cuentas".
Esa misma tarde, dos hombres vestidos de negro y con una placa en el pecho que decía "Por la fuerza" entraron en el edificio y nos anunciaron que venían a llevarse a tres vecinos.
-A mí no me miren -dijo Carmela, abrazada como nunca a la fregona-. Yo soy la artífice de que este edificio brille como los chorros del oro y si me voy esto será una pocilga.
En ese momento, una pelusa que por su forma me hizo recordar el corte de pelo de Cristóbal Colón (tal vez por la cercanía del 12 de octubre) bajó rodando las escaleras y se paró a los pies de Carmela, que, con disimulo, le dio una patada. La pelusa se lanzó a descubrir mundo y voló hasta el ojo izquierdo de Bernardo que cayó al suelo.
-Ahí está uno -gritó Carmela señalando al taxista.
-Qué mono él, que se ha ofrecido así, sin más -comentó Úrsula mientras los hombres de negro lo levantaban en peso y lo sacaban a la calle.
-Todavía sobran dos -dijo uno de ellos cuando regresó al portal.
Durante unos segundos, todos nos miramos como si aquello fuera la noche de expulsión de Gran Hermano. Carmela volvió a hablar.
-Ahí tienen dos más -y apuntó a Camello el porteador, que apenas llevaba una semana en el edificio.
-Señora, ese hombre es uno solo -le corrigió el más ancho de los de negro.
-Eso es lo que a usted le parece pero mire su espalda -dijo, mostrándoles la joroba del pobre hombre-. Ahí esconde a su hermano porque, antes de morir, le prometió a sus padres que lo llevaría siempre consigo.
Sin dudarlo, los hombres lo sacaron fuera y ya no regresaron más.
Todos nos quedamos en silencio, con una extraña sensación de culpa.
-Ha sido por nuestra propia seguridad -se justificó Carmela y guardó la fregona.

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