Los vecinos

Los vecinos
Aquí estamos los vecinos del edificio. Ilustración: Axel de la Rosa

lunes, 26 de diciembre de 2016

EL SEÑOR Y LA SEÑORA LI

El Gordo de Navidad pasó de largo un año más por el edificio. Quienes también pasaron pero para quedarse fueron los suegros de Bernardo, el taxista, que viajaron desde China para estar estas fiestas con su hija, a la que no veían desde que se casó con nuestro vecino. Ellos no saben que Bernardo es taxista. Creen que es un médico de prestigio internacional. De hecho, hace unos meses él les contó que el Nobel que le habían otorgado a Bob Dylan era en realidad para él, por la delicadeza literaria con la que escribe sus recetas, pero que la Academia sueca decidió jugársela a cara o cruz en el último minuto.

-¡Los padres de Xiu Mei ya están aquí! -gritó Carmela, al verles llegar en un coche negro.

-¿Y tú por qué sabes que son ellos? -preguntó María Victoria, ansiosa por saludar a los huéspedes. Sobre todo, al señor Li, dueño de la cadena "Todo a cien", versión pija de las tiendas "Todo a un euro".

-Lo veo en sus ojos -le aclaró Carmela, mientras se acercaba para ofrecerles ayuda con el equipaje.

-No hace falta tú. Él lleva -le indicó el magnate y dejó caer la cabeza hacia atrás para señalar a su guardaespaldas, un tipo con cinco maletas en cada mano.

Al oír el aviso de Carmela, Bernardo bajó volando las escaleras. Estaba nervioso porque se había olvidado de decirnos que no comentásemos nada sobre su profesión. Para sus suegros, él era el prestigioso médico con el que se había casado su hija.


-Oiga, ¿en sus tiendas los "leggins" de piel de leopardo son made in China? -preguntó María Victoria cuando los Li entraban al edificio. Él puso la cara de Jackie Chan cuando daba una de sus patadas.

-Tendrán que subir a pie -advirtió Carmela, y, al ver la ristra de escalones, la pareja abrió los ojos tanto que por unos segundos parecieron occidentales.

-No poder ser. Mi mujer duele rodilla -dijo Li.

-No problema. Yo cargar pela mujer -dijo Eisi, levantando en peso a la señora.

-Vaya... Qué suerte que Eisi hable tan bien el chino -comentó María Victoria.

Como estaba previsto, los Li pasaron la Nochebuena en casa de Bernardo y Xiu Mei.

La cena fue copiosa, más bien excesiva, y comieron de todo varias veces. El patriarca chino se tragaba los polvorones como peladillas. Y su esposa, los langostinos como pistachos.

De madrugada, un quejido nos sacó a todos de la cama. Maria Victoria pensó que había sido la Virgen María, que por fin había parido al Niño Jesús, pero, cuando salimos a las escaleras, nos encontramos a Xiu Mei en el rellano con cara de angustia. Su madre se había puesto indispuesta por culpa del atracón de langostinos.

Entramos a su piso a ver cómo estaba.

-Yo puedo hacerle un caldito -se ofreció la Padilla.

-Calla, en estos casos lo mejor es llamar a un médico -propuso Brígida.

-No llamar. Él ser médico -dijo el señor Li, señalando a su yerno.

-Pobrecillo. Todavía no domina el idioma. Se dice taxista. Repita conmigo: ta-xis-ta -vocalizó María Victoria y Bernardo se puso más rojo que los 32 langostinos que se había zampado su suegra. Temía que descubrieran la verdad.

Xiu Mei nos llevó a una esquina del salón y nos advirtió de que sus padres aún no sabían que él era taxista, que pensaban que era médico.

-No me puedo creer que les hayan mentido -se lamentó Brígida.

-Es lo que se conoce como un cuento chino -dijo Eisi.

En la otra esquina del salón, el señor Li insistía:

-Tú, médico. Tú dar medicina mi mujer.

-El anís es bueno para los gases -comentó la Padilla, y Bernardo salió corriendo a rebuscar en la cocina.

María Victoria aprovechó que tenía al señor Li al lado para preguntarle otra vez por los "leggins", pero Bernardo llegó enseguida con una tacita de anís. Santo remedio. A la mujer se le pasó el dolor y también la vergüenza porque no paró de cantar y bailar toda la noche.

Al día siguiente nos enteramos de que Bernardo se había equivocado y, en lugar de anís del estrellado, le había dado a su suegra del espirituoso. A Dylan también le hubiera pasado

lunes, 19 de diciembre de 2016

EL ALMUERZO DE NAVIDAD
En el edificio desconocíamos lo testaruda que podía llegar a ser Carmela hasta que lo comprobamos en carne propia cuando el pasado martes empezó a exigir sin solución de continuidad que quería una comida de Navidad como hacen todas las empresas por estas fechas. La Padilla le aclaró que ella no trabajaba en ninguna empresa, sino en una comunidad de vecinos, y que nosotros no organizamos almuerzos, sino cenas en Nochebuena, pero que eso era otro tema que tenía que ver con una empresa creada hacía más de dos mil años.
-Esto es lo que me molesta de este país. Luego se extrañan de que la cantera como yo se marche a buscar empleo fuera. ¡Desagradecidos! -gritó por el hueco de la escalera mientras echaba doble ración de lejía al cubo.
-Lo de la cantera lo dirá por la cara dura que tiene porque la señora ya está cascadilla -comentó Eisi, que está de un faltón que tumba pa'trás. 
Tras el incidente, Carmela se pasó todo el día amulada y pringando las escaleras con lejía, con lo que, a media tarde, a María Victoria le dio un vahído y tuvimos que abrir de par en par la puerta de entrada a ver si se ventilaba el ambiente.

-¿Y cesta de Navidad? -preguntó, por ver si colaba, cuando pasó doña Monsi, que venía de comprobar cómo iba la decoración del árbol de 15 metros que ha incrustado en el hueco del ascensor.
-A ti se te va la cabeza, ¿no? -le espetó la presidenta-. Pero ¿tú tienes idea de lo que he pagado por este abeto? ¿Sabes cuánto me costará mantener las mil bombillas LED? 
Al escuchar aquel comentario, la Padilla estuvo a punto de saltar a la yugular de la presidenta, pero, por fortuna, Úrsula logró frenarla a tiempo. 
-Tendrá cara. Claro que sabemos lo que nos va a costar a todos el caprichito de la señora. Lo ponen los recibos que nos pasará este año, el próximo y el siguiente -se quejó.
-Eh, tranquilas, que igual no vamos a tener que pagar nada de nuestros bolsillos -comentó Eisi, haciendo un gesto con las cejas para que mirásemos a dos señores que acababan de entrar al edificio, aprovechando que habíamos dejado la puerta abierta para airear el fuerte olor a lejía.
Al ver el árbol se quedaron maravillados, pero Eisi le dijo que las visitas al abeto gigante no eran gratis. Sobre la marcha colgó un cartelito con el precio de entrada y, sorprendentemente, no pusieron pegas. En menos de cinco minutos, la cola para ver aquel gigante verde y luminoso daba vuelta a la esquina. 
Sin embargo, justo cuando más necesitábamos que el edificio estuviera decente, Carmela anunció que se iba a poner en huelga hasta el año que viene. 
-Si no hay cena ni cesta, esta que está aquí no limpia -aseguró, y le endosó el cubo y la fregona a María Victoria. Asustada, la mujer los tiró al suelo y subió corriendo a su piso a desinfectarse las manos.
Bernardo, el taxista, fue el primero en mostrar su preocupación. Los padres de su esposa, Xiu Mei, llegarán en los próximos días para pasar la Nochebuena con ellos en el edificio y no quería causarles mala impresión.
Después de darle vueltas a la crisis de salubridad que se nos había montado, Úrsula propuso que la única forma de convencer a Carmela para que retomara la limpieza de las escaleras era hacer un almuerzo de empresa para ella. Todos estuvimos de acuerdo y, por supuesto, no se lo comentamos a doña Monsi.
Sobre la marcha, Eisi montó una mesa y sillas en la azotea. Úrsula preparó una carne, riquísima, con salsa de almendras. Bernardo nos sorprendió con cinco postres. La Padilla compró el pan y María Victoria, las bebidas. Yo me encargué de los adornos navideños. El padre Dalí bendijo la mesa y Neruda pinchó villancicos. Cuando llegó Carmela, se llevó una sorpresa tremenda y empezó a llorar. Fue muy emotivo. Y un poco cursi. 
La fiesta se prolongó todo el día. Pasada la medianoche, dos agentes de policías, acompañados de doña Monsi, aparecieron en la azotea alertándonos de que una marabunta colapsaba la calle ansiosa por ver el árbol. 
-¿De quién fue la idea? -gritó desaforada la presidenta.
Todos levantamos la mano.

lunes, 12 de diciembre de 2016

UN POQUITO DE CARIÑO
A pesar de todos los esfuerzos por evitar la gripe, María Victoria cayó enferma, y vaya semanita nos dio. No solo por los estornudos, que a más de uno despertaron en plena madrugada, sino porque le entró una mimosería insoportable. Carmela propuso no prestarle mucha atención, como suele hacer ella con las mellizas cuando se ponen impertinentes, pero esa táctica no funcionó. Al contrario, nos puso en un aprieto bastante desagradable.
-¡Policía! Abran la puerta -gritó un agente desde la calle y todos bajamos al portal asustados.
-¿Qué pasa? -preguntó la Padilla, temiendo que viniera a comunicarle la fatal noticia de que habían encontrado a su cerdo, Cinco Jotas, en una cesta de Navidad y quisieran devolverle, al menos, una parte de su cuerpo.
-Buenos días. Hemos recibido una llamada en comisaría de una señora enferma que dice que sus vecinos la están dejando morir en la cama y no hacen nada por ella -explicó el hombre.
-¿Está vacilando? -preguntó Eisi, más sorprendido que el día que le dieron la condicional.
En medio de aquella conversación surrealista, apareció María Victoria. Iba en pijama y el pelo le brillaba de tanta grasa acumulada. Su aspecto era tan horrible que el policía sacó el arma.
-¿Eso es la enferma? -preguntó.
-Sí -respondimos todos al unísono, como si aquella imagen mugrienta en 3D no fuera suficiente para que lo tuviera claro.
-Ay, agente, deme un abracito que estoy necesitada de cariño -dijo María Victoria, entre toses, estornudos y mocos.
El hombre le apuntó con la pistola.
-Atrás, señora.
-¿Qué?
-Es una orden. Vuelva a su casa y enciérrese.
-Eso, aunque ya habrás expandido los virus por el edificio -le echó en cara la Padilla.
-Pues más vale que no caiga nadie más porque todavía quedan tres cuartos de árbol por adornar y nos van a dar las uvas -comentó la presidenta doña Monsi, recorriendo con la vista los quince metros de abeto que había incrustado en el hueco del ascensor.

María Victoria se negó a regresar a su piso.
-¿Me van a dejar morir así? Yo solo quiero un poco de cariño.
-Señora, es una simple gripe. Métase en la cama. Ya verá que en dos días está mucho mejor.
-¿Mejor? Ejem..., agente, yo entiendo que es la primera vez que usted la ve, pero esta señora ni cuando está normal hay por donde cogerla -le aclaró Eisi.
En ese momento, la puerta del portal se abrió y entró el cartero, un señor menudo y apocado. María Victoria se abalanzó sobre él y se lo llevó al borde de la escalera.
-Señora, ¿qué está haciendo? -gritó el policía.
-Lo estoy secuestrando.
-Suéltelo o tendré que detenerla -le advirtió.
-Lo dudo. ¿No tenía miedo de que le pegara algo?
El cartero, que no entendía de qué iba aquello, le rogó que le dejara marchar porque tenía un montón de cartas que repartir.
-Cartas estúpidas. ¿Para qué está el tú a tú? -preguntó María Victoria, abrazando a su rehén.
El agente de policía sugirió que alguien hiciera de negociador para resolver aquella situación lo antes posible. Ninguno se dio por aludido.
-Yo creo que debería detenerla -sugirió la Padilla.
-Soy grupo de riesgo y no me he vacunado -confesó el policía.
En medio de la desesperación, el cartero recordó que una de las cartas que traía era para ella. Rebuscó y se la entregó.
-¿De quién es? -preguntó Carmela, sacando su lado más cotilla.
Mientras leía aquel papel, a María Victoria se le iluminó la cara. Liberado de sus brazos, el cartero logró escapar sigilosamente.
-¡Soy millonaria! ¡Ni que pocos ceros! -gritó.
Lo cierto es que no esperábamos aquella noticia y, sin pensarlo, tuvimos el impulso irrefrenable de correr a su lado. Era tanta la alegría que hasta el policía se acercó a darle la enhorabuena.
-Vaya regalo de Reyes -comentó Carmela pero justo en ese momento María Victoria carraspeó.
-Ay, no, perdón. La carta es del banco. Es que la fiebre me nubla la vista. Ya decía yo que tantos ceros...
De la impresión, hicimos un "mannequin challenge" sin querer y, luego, todos empezamos a toser y a estornudar. No había duda: nos habíamos infectado, así que allí nos quedamos, abrazaditos unos con otros, un poco mimosos porque, al igual que María Victoria, ahora, también nosotros necesitábamos un poquito de cariño.

lunes, 5 de diciembre de 2016

15 METROS
Nuestra indescriptible presidenta ha perdido el norte y la poca cordura que, hasta hace unos días, le quedaba. Nosotros, la paciencia. No nos extraña demasiado porque, como dice Carmela, se veía venir por el andar de la perrita, pero confiábamos en que no iba a ocurrir tan pronto ni de esa manera.
Todo empezó el jueves por la mañana cuando unos golpes atronadores provenientes de las escaleras nos pusieron a todos en alerta. La Padilla fue la primera en asomarse a la ventana que da al patio para preguntar si alguno sabíamos qué estaba pasando.
-No sé. Yo llegué de la calle hace veinte minutos y todo parecía tranquilo. Carmela estaba terminando de pasar la fregona al portal. Lo único raro fue que tenía mala cara -dijo Úrsula.
-Pues claro, lleva unos días con una tos de perro que guárdame un cachorro -comentó, nunca mejor dicho, María Victoria, que está obsesionada con que alguien le va a pegar la gripe, por lo que se ha encasquetado una mascarilla tuneada con florecillas de pascua (antes muerta que sencilla) para evitar el contagio.
Enseguida, Eisi averiguó qué eran aquellos taponazos.
-Están desmontando el ascensor.
-Lo que nos faltaba -se quejó la Padilla, visualizando un cero más en la próxima cuota de la comunidad.
-Pues que lo arreglen pronto porque yo no estoy para hacer esfuerzos subiendo por las escaleras. Eso me bajaría las defensas y, entonces, mi organismo sería un perfecto caldo de cultivo para los virus -argumentó María Victoria.
-A esta le falta algo y le sobra la mascarilla, ¿no? -dijo Eisi en voz baja, pero se le escuchó perfectamente y, además, dos veces, porque el patio hace eco.
En menos de cinco segundos todos volvimos a encontrarnos; esta vez, en las escaleras. Los golpes habían cesado y, en medio de un silencio que se agradecía, nos topamos con el inmenso hueco que había dejado el ascensor.
¿Y cuándo lo vuelven a poner? -preguntó la Padilla a uno de los cuatro hombres que habían sacado el aparato de allí.
-Eso se lo pregunta usted a su presidenta. A nosotros solo nos dijeron que nos lo lleváramos -contestó con tres toses entre cada palabra, por lo que María Victoria huyó despavorida a encerrarse en su piso.
-En ese momento, doña Monsi, que vigilaba la operación desde el portal, miró hacia arriba y nos encontró a todos alongados.
-¿Qué? Luego dicen que este país no levanta cabeza. ¿Aquí nadie trabaja o qué?
-¿A dónde se llevan nuestro ascensor? -preguntó la Padilla nerviosa.
-Ni lo sé ni me importa. No trabajo en esa empresa.
-Pero ¿no piensan poner otro? -se angustió Carmela, temiendo que las escaleras empezaran a tener más colapso que la TF-5.
Doña Monsi nos miró con desprecio y se giró hacia el hueco.
-Vamos a poner un árbol de Navidad de 15 metros -soltó sin anestesia.

A Carmela aquella revelación le agitó el pecho aún más y empezó a toser como una posesa. Úrsula intentó calmarla dándole golpecitos en la espalda y, en la lejanía, escuchamos un "te he dicho que te pongas la mano en la boca, que me vas a pegar el catarro", seguido de un "qué falta de respeto" y del sonido del fechillo en la puerta del piso de María Victoria.
-¿Un árbol en el hueco del ascensor? -preguntó la Padilla como si hubiera recibido un crochet de derecha en todo el hígado.
-Veo que lo han entendido. Efectivamente, este año, nuestro edificio no tendrá nada que envidiar al Rockefeller Center de Nueva York -dijo la presidenta, más orgullosa que si le hubieran dado el Nobel de Literatura.
Al día siguiente, empezó el montaje del árbol. Una grúa paralizó toda la calle para introducir, a través de la azotea, un abeto gigante en el hueco del ascensor. Carmela no dejaba de llorar y de toser, pensando en las colas que se iban a formar en la escalera en hora punta.
-No se queden ahí parados mirando como tontos, que hay que adornar el árbol -gritó doña Monsi, señalando a una montaña de cajas llenas de bolas y luces de colores.
-¿Nosotros? -se asustó Úrsula.
-No querrán que lo haga todo yo.
Han pasado cinco días y aún no hemos terminado. Llevamos 537 bolas y 240 golpes de tos de Carmela. Y lo que nos queda.