Los vecinos

Los vecinos
Aquí estamos los vecinos del edificio. Ilustración: Axel de la Rosa

lunes, 27 de marzo de 2017

NADA POR AQUÍ, NADA POR ALLÁ 
Después de más de una semana buscando a doña Monsi de manera infructuosa, cuando ya pensábamos que se la debía de haber tragado la tierra, descubrimos que la presidenta no había andado muy lejos en todo este tiempo. Fue Carmela quien la encontró, al marcharse tras una jornada de lucha titánica para erradicar una plaga de pelusas que están tomando el edificio de manera incontrolada. Como si hubiera visto al mismísimo diablo, regresó al portal con la cara más desencajada que la mandíbula de Muhammad Ali, después del golpe de Ken Norton en el combate del 73.
-¡Está ahí fuera!
-¿Quién? -preguntó María Victoria, dando tres pasos hacia atrás por si la repentina palidez de Carmela pudiera provenir de algún virus mortal.
-Ella.
-¿Y quién es ella? -insistió Úrsula, y temí que hiciera un Perales.
-Doña Monsi.
Al escuchar aquellas dos palabras, a todos nos dio un vuelco el corazón. A Eisi se le derramó el barraquito que se estaba tomando y fue a parar sobre una de las pelusas que había iniciado la ronda de tarde. Terminó ahogada entre leche condensada y cafeína. Sin pensarlo dos veces, nos lanzamos a la calle para ver a nuestra desaparecida.
-Pero, mujer, si esa es Cuqui, la de la pescadería -dijo la Padilla.
-No. Esa no. Ahí -apuntó Carmela hacia una paloma.
-¿Estás vacilando? -se quejó Eisi, que no podía quitarse de la mente el saborcito fallido de su barraquito.
-Les juro que es ella. Solo basta con mirarle a los ojos.
A pesar de que nos parecía una auténtica estupidez lo que estaba diciendo Carmela, miramos a aquella paloma buchona y, efectivamente, era doña Monsi. No solo lo delataba su mirada, sino un pequeño lunar en la mejilla derecha y la diminuta nubecilla a modo de pelo en la cresta.

-Ay, ay, ay... -gimió María Victoria.
-Pero ¿y cómo se ha podido meter ahí dentro? -dijo la Padilla pensando en las caderas de doña Monsi.
-Pobrecilla, debe estar hambrienta. Voy a buscar unas miguitas de pan -propuso Brígida.
-¡Quieta! Si nos ve el alcalde se monta una buena. Está prohibido dar de comer a las palomas -recordó Eisi.
Para evitar que en el barrio se enteraran de lo que había pasado, decidimos que lo mejor era meter a doña Monsi en el edificio. No fue complicado. Solo tuvimos que abrir la puerta de entrada y, cuando vio el tremendo desaguisado de pelusas campando a sus anchas, apretó el pico enfadada y, de un impulso, entró volando. Allí, en medio del portal, se quedó mirándonos y gorjeando de forma disparatada.
-Nunca la había visto así -temió la Padilla.
-Sí, niña. El buche ese ya lo tenía -dijo Carmela.
En ese momento, doña Monsi levantó el vuelo y se puso a revolotear por encima de nuestras cabezas.
-¡A cubierto! -gritó Carmela-. Se puede cagar en nosotros.
-¿Qué te crees que está haciendo? En nosotros y en nuestras familias.
En un despiste, aprovechamos para refugiamos en el hueco de los buzones. Allí, apretados pero con nuestras cabezas a resguardo, Eisi comentó que era importante averiguar cómo había llegado a convertirse en una paloma buchona porque, solo así, podríamos buscar el remedio para devolverle a la normalidad, teniendo claro que lo de la presidenta nunca ha sido normal.
-No me extraña que alguien haya hecho brujería con ella -apuntó Carmela.
Por suerte, a las ocho y media de la noche, como acostumbraba cuando era una persona, la buchona se fue a dormir. A Brígida le dio pena y le preparó una latita de galletas vacía a modo de cama.
-¿De qué podemos rellenarla? -preguntó.
-De pelusas -propuso Carmela, mientras le daba un "fregonazo" a dos de ellas que salían del ascensor, como Pedro por su casa.
Por la mañana temprano, Eisi nos avisó a todos. Se había pasado la noche inspeccionando el piso de doña Monsi en busca de alguna pista que nos ayudara a descubrir el porqué de su conversión en paloma.
-Ha sido magia.
-¿Negra? -preguntó María Victoria.
-No. Borrás. He descubierto una caja debajo de su cama y un sombrero de copa al lado.
-¡Madre del amor hermoso! ¿Y ahora? ¿Podemos volver a convertirla en doña Monsi? -preguntó Brígida.
-Lo veo difícil. Las instrucciones han desaparecido.

lunes, 20 de marzo de 2017

DESAPARECIDA
El miércoles saltó la alarma cuando la peluquera se acercó hasta el edificio a preguntar si doña Monsi se encontraba enferma, porque no había acudido a su cita semanal y, según nos contó, tenía la costumbre de avisar si no podía ir. Carmela le comentó que el problema no estaba tanto en si le había pasado algo como en que, después de una semana sin lavarse el pelo, la presidenta debía tener más grasa que los dos muslos juntos de un luchador de sumo.
-Pues es verdad que no la hemos visto desde hace días -confirmó la Padilla.
-Cosa que se agradece- confesó Úrsula.
-Pobrecita. ¿Y si está muerta? -preguntó Brígida, pensando que a su edad podría haber sufrido un infarto mientras dormía.
Ante esa posibilidad, nos avisaron al resto de vecinos y, enseguida, Eisi organizó un dispositivo de búsqueda.
-¿Es necesario? Me refiero a lo de buscar a doña Monsi -comentó Carmela.
-Desde luego, qué poco sensible eres -le echó en cara Brígida.
-Señoras, no es momento para ponerse a discutir. Cuanto más tiempo pase será peor -dijo Eisi ataviado con un mono militar, una linterna, un martillo y varias cuerdas.
En menos de cinco minutos, ya había montado el dispositivo de búsqueda para encontrar a doña Monsi. Lo primero que hicimos fue averiguar si estaba en su piso. Después de tocar varias veces el timbre sin obtener respuesta, Eisi forzó la cerradura pero allí no estaba.
-Padilla, revisa el inodoro -ordenó el jefe del operativo.
-¿Qué es eso?
-El váter de toda la vida -le aclaró.
-Uy, no creo que se haya caído ahí dentro. Con las caderas que se gasta se habría quedado encajada -advirtió Carmela.
-No es a ella a quien busco, sino cualquier rastro que haya dejado -explicó.
-Pues ahí dentro solo puede haber dejado uno y bien oloroso, así que me niego a inspeccionarlo -se quejó la Padilla.
Con la máscara antigás puesta, Eisi miró pero no había nada.
-Puede que haya ido al súper -sugirió Brígida.
-Después de cuatro días ya habría regresado -dijo su hermana Úrsula.
-No sé yo. Últimamente, se montan unas colas en la carnicería.
-Pero ella es vegana.
-Vaya, yo creía que era catalana.
-¿Y si se la llevó un espíritu? -temió María Victoria.
-Con el carácter que se gasta la doña ya la habría devuelto -interrumpió Carmela.
Eisi propuso intensificar la búsqueda.
-Hay que peinar el edificio.
-¿Peinar? Con la cantidad de pelusas que hay, más bien tendremos que escarmenarlo -apuntó la Padilla.
-Oigan, ¿y si llamamos a la policía? -sugirió Bernardo, el taxista.
-No. Esa es nuestra última opción. Si metemos a la pasma aquí nos acribillarán a preguntas. Recuerden que ahora mismo todos somos sospechosos y tenemos motivos para haber hecho desaparecer a la presidenta -dijo Eisi mirando a Carmela.
Doña Monsi no era santo de nuestra devoción, pero aquella acusación velada eran palabras mayores.
-Tenemos que seguir buscando, pero si no queremos levantar sospechas, alguien debe hacerse pasar por ella -propuso Úrsula-. Recuerden que la peluquera se fue con la mosca detrás de la oreja.
¿Hacerse pasar por doña Monsi?, pensé. Por tamaño, el único que podría hacerlo era Cinco Jotas, pero ella no suele ir a cuatro patas y huele mejor.
-Mi mujer lo hará. Es la más bajita del edificio -dijo Bernardo.
-Pero es china -recordó Carmela.
-Que abra los ojos lo más que pueda y le pondremos una nubecilla para simular su pelo. Que alguien consiga una nube de esas de algodón de azúcar -ordenó Eisi.
-Sí, vamos... Ni que hubiera un ventorrillo a la vuelta de la esquina -se quejó la Padilla.

-Es cuestión de vida o muerte. Elige -le gritó Eisi, que, con el martillo en la mano, no estaba para que le lleváramos la contraria.
Esa misma tarde, las hermanísimas Úrsula y Brígida se encargaron de caracterizar a Xiu Mei, la esposa de Bernardo. Con la nube de algodón a modo de pelo y con una bufanda que le tapaba media cara, dio un paseo por el barrio para que todos la vieran. Nadie se dio cuenta del engaño y la saludaban como si fuera ella. Lo malo es que Xiu Mei se ha metido tanto en la piel de doña Monsi que ya ha empezado a dar órdenes.

martes, 7 de marzo de 2017

MEJOR NO HABLAR
Después de que la presidenta ordenara insonorizar el edificio para evitar que se colara cualquier sonido durante las noches de Carnaval, nos quedamos totalmente aislados y no solo del exterior que, a fin de cuentas, era el objetivo de doña Monsi. Las planchas de espuma de poliuretano que instalaron en las paredes interiores tenían un efecto tan potente que ni siquiera nos escuchábamos entre nosotros mismos. Aunque en un principio esa situación nos pareció estupenda, sobre todo porque así descansábamos del canturreo continuo y machacón de Carmela mientras limpiaba las escaleras, con el paso de los días se hizo complicado convivir entre aquellas cuatro paredes.
-La lavadora comunitaria se ha roto -alertó Brígida cuando fue a recoger las sábanas que había dejado una hora antes.
-¿Qué? -preguntó María Victoria, que solo era capaz de ver cómo su vecina movía los labios.
-¡Qué se ha roto! -insistió a grito pelado mientras le daba golpes al aparato como si quisiera reanimarlo pero ya podía estar tocando allí una banda de gaitas, tambores y cornetas que nadie se iba a enterar.
En medio de aquel silencio, la Padilla se quejó de que estuvieran jugando a no decir nada, cuando había más gente esperando para lavar. Ni Brígida ni María Victoria entendieron lo que decía. Solamente la veían moverse como si estuviera rindiendo tributo a los chicos de Locomía. Eisi fue quien, por fin, se dio cuenta de que estábamos atrapados en un extraño silencio por culpa de las planchas de espuma de poliuretano y pidió calma, agitando los brazos con tanta fuerza que de no haber parado habría despegado como un Boeing 747.
Consciente de que no había quién le entendiera, cogió un bolígrafo y se puso a escribir en un pañuelo de papel: "No hay sonido. Estamos incomunicados. Mejor escribir". En ese momento, Brígida rompió a llorar. No hacían falta subtítulos para darse cuenta. Úrsula garabateó en el pañuelo que su hermana nunca fue al colegio y que no sabía escribir. Aquella revelación nos dejó sin palabras. Bueno, sin palabras ya estábamos. Sin respiración. Para no ahondar en la herida, decidimos que mejor nos comunicaríamos por gestos. Enseguida, nos vimos inmersos en el juego de las películas y, después de un rato, empezó la discusión. Nadie entendía a nadie.
En medio de aquella escena, más propia de Charles Chaplin que de una comunidad de vecinos, Carmela nos interrumpió con señas para que la siguiéramos. Así lo hicimos y empezamos a subir las escaleras hasta que, de repente, se detuvo en uno de los escalones a mitad de camino. Allí, cuando logramos acoplarnos como pudimos, habló.
-Dios mío, puedo escucharte -gritó la Padilla como si acabara de ser testigo de un milagro.
-Y yo -dijo María Victoria.
-Y yo -repitió Brígida.
-Y yo -casi lloró Úrsula.
-Bueno ¡basta ya! Es lo que quería contarles. No sé por qué razón pero en este escalón podemos oírnos.
-¿Es que tengo que explicarlo todo? -preguntó Eisi que parecía la salchicha de un perrito entre Úrsula y la Padilla- El tipo que insonorizó el edificio se olvidó de poner una placa en este trozo de pared, por lo que este es el único punto donde podemos oírnos.
-Una especie de zona wifi -apuntó María Victoria.
-"Tate" quieta ahí que esto lo he descubierto yo, así que tengo prioridad de uso -dijo Carmela, marcando el número de su marido para avisarle de que pusiera el caldero de lentejas al fuego que ya llegaba.
Los días siguientes fueron agotadores. Cada vez que queríamos hablar entre nosotros o por teléfono con alguien del exterior teníamos que ir al escalón 19. Todo ello, con nocturnidad, discreción y alevosía para que doña Monsi no se enterara.
Para evitar peleas, Eisi elaboró un horario, evitando los momentos en que la presidenta solía merodear por la zona. Pero no hay bien que cien años dure y el viernes por la mañana el ascensor se estropeó y doña Monsi tuvo que bajar por las escaleras, con tan mala suerte que, al llegar al escalón 19, la mujer estornudó y Carmela, que estaba allí hablando con su marido por teléfono, explicándole cómo se hacía el potaje de berros, cometió el error de decir: ¡Salud!
Esa misma tarde, el señor del poliuretano regresó al edificio para sellar el trozo de pared que se había quedado sin plancha.