Los vecinos

Los vecinos
Aquí estamos los vecinos del edificio. Ilustración: Axel de la Rosa

martes, 7 de marzo de 2017

MEJOR NO HABLAR
Después de que la presidenta ordenara insonorizar el edificio para evitar que se colara cualquier sonido durante las noches de Carnaval, nos quedamos totalmente aislados y no solo del exterior que, a fin de cuentas, era el objetivo de doña Monsi. Las planchas de espuma de poliuretano que instalaron en las paredes interiores tenían un efecto tan potente que ni siquiera nos escuchábamos entre nosotros mismos. Aunque en un principio esa situación nos pareció estupenda, sobre todo porque así descansábamos del canturreo continuo y machacón de Carmela mientras limpiaba las escaleras, con el paso de los días se hizo complicado convivir entre aquellas cuatro paredes.
-La lavadora comunitaria se ha roto -alertó Brígida cuando fue a recoger las sábanas que había dejado una hora antes.
-¿Qué? -preguntó María Victoria, que solo era capaz de ver cómo su vecina movía los labios.
-¡Qué se ha roto! -insistió a grito pelado mientras le daba golpes al aparato como si quisiera reanimarlo pero ya podía estar tocando allí una banda de gaitas, tambores y cornetas que nadie se iba a enterar.
En medio de aquel silencio, la Padilla se quejó de que estuvieran jugando a no decir nada, cuando había más gente esperando para lavar. Ni Brígida ni María Victoria entendieron lo que decía. Solamente la veían moverse como si estuviera rindiendo tributo a los chicos de Locomía. Eisi fue quien, por fin, se dio cuenta de que estábamos atrapados en un extraño silencio por culpa de las planchas de espuma de poliuretano y pidió calma, agitando los brazos con tanta fuerza que de no haber parado habría despegado como un Boeing 747.
Consciente de que no había quién le entendiera, cogió un bolígrafo y se puso a escribir en un pañuelo de papel: "No hay sonido. Estamos incomunicados. Mejor escribir". En ese momento, Brígida rompió a llorar. No hacían falta subtítulos para darse cuenta. Úrsula garabateó en el pañuelo que su hermana nunca fue al colegio y que no sabía escribir. Aquella revelación nos dejó sin palabras. Bueno, sin palabras ya estábamos. Sin respiración. Para no ahondar en la herida, decidimos que mejor nos comunicaríamos por gestos. Enseguida, nos vimos inmersos en el juego de las películas y, después de un rato, empezó la discusión. Nadie entendía a nadie.
En medio de aquella escena, más propia de Charles Chaplin que de una comunidad de vecinos, Carmela nos interrumpió con señas para que la siguiéramos. Así lo hicimos y empezamos a subir las escaleras hasta que, de repente, se detuvo en uno de los escalones a mitad de camino. Allí, cuando logramos acoplarnos como pudimos, habló.
-Dios mío, puedo escucharte -gritó la Padilla como si acabara de ser testigo de un milagro.
-Y yo -dijo María Victoria.
-Y yo -repitió Brígida.
-Y yo -casi lloró Úrsula.
-Bueno ¡basta ya! Es lo que quería contarles. No sé por qué razón pero en este escalón podemos oírnos.
-¿Es que tengo que explicarlo todo? -preguntó Eisi que parecía la salchicha de un perrito entre Úrsula y la Padilla- El tipo que insonorizó el edificio se olvidó de poner una placa en este trozo de pared, por lo que este es el único punto donde podemos oírnos.
-Una especie de zona wifi -apuntó María Victoria.
-"Tate" quieta ahí que esto lo he descubierto yo, así que tengo prioridad de uso -dijo Carmela, marcando el número de su marido para avisarle de que pusiera el caldero de lentejas al fuego que ya llegaba.
Los días siguientes fueron agotadores. Cada vez que queríamos hablar entre nosotros o por teléfono con alguien del exterior teníamos que ir al escalón 19. Todo ello, con nocturnidad, discreción y alevosía para que doña Monsi no se enterara.
Para evitar peleas, Eisi elaboró un horario, evitando los momentos en que la presidenta solía merodear por la zona. Pero no hay bien que cien años dure y el viernes por la mañana el ascensor se estropeó y doña Monsi tuvo que bajar por las escaleras, con tan mala suerte que, al llegar al escalón 19, la mujer estornudó y Carmela, que estaba allí hablando con su marido por teléfono, explicándole cómo se hacía el potaje de berros, cometió el error de decir: ¡Salud!
Esa misma tarde, el señor del poliuretano regresó al edificio para sellar el trozo de pared que se había quedado sin plancha.

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