Los vecinos

Los vecinos
Aquí estamos los vecinos del edificio. Ilustración: Axel de la Rosa

lunes, 8 de mayo de 2017

MÁXIMA TENSIÓN
Un ruido atronador proveniente del rellano de doña Monsi se oyó hasta en Camberra, donde a más de uno se le cortó la digestión por aquello de que allí tienen nueve horas más y les debió coger cenando. Aquel golpe seco sobresaltó a María Victoria, a quien le dio por pensar que se había roto un trozo del globo terráqueo y que, pronto, empezaríamos a caer por uno de los agujeros negros del profesor Hawking. A la Padilla, aquel estruendo la cogió mientras escuchaba las noticias y dedujo que el líder supremo Kim Jong-un había cumplido sus amenazas, por lo que se abrazó a Cinco Jotas. El cerdo emitió un sonido raro y, luego, gases a discreción. Entonces ella lo encerró en el baño. Prefería el desenlace del norcoreano.
Solo cuando empezamos a escuchar la voz de la presidenta gritando a través de su puerta, salimos a las escaleras. María Victoria se había encajado la máscara antigás que ya usa tanto como sus "leggins". Quería estar preparada por si el interior de los agujeros negros estaban infectados. La Padilla subió murmurando la cuenta atrás esperando el impacto final.
-¿Se puede saber qué demonios ha sido ese ruido? -preguntó Úrsula, que parecía la más serena de todos.
-Es el fin del mundo -le advirtió María Victoria-. Vamos a morir como cerdos.
-Eh, un respetito, que mi Cinco Jotas igual nos sobrevive. He leído que los suidos artiodáctilos se crecen ante las adversidades -aclaró la Padilla, que prefirió dejar al cerdo en casa porque seguía gaseoso.
-¡Bueno, basta ya! -ordenó Carmela, agobiada al ver cómo las pelusas que había logrado acorralar se habían escapado, asustadas tras la terrible detonación.
-Aquí hay un tipo raro -gritó Eisi, que se había adelantado para llegar antes al rellano de la presidenta.
-Debe ser Satanás, que viene a llevársela -apuntó histérica María Victoria.
Ante el temor de que fuera un delincuente, Úrsula hizo una seña para que nos quedáramos quietos y empezó a gesticular intentando que Eisi entendiera que debía entretener al tipo hasta que llegara la policía. A pesar de estar acostumbrado a tratar con criminales, a él se le aceleró el corazón, pero sacó pecho.
-Buenas, amigo. ¿Te puedo ayudar? -le preguntó.
-¡Noooo! -gritó enloquecida María Victoria.
-Pero ¿tú estás tonta? ¿No ves que estás poniendo en peligro a Eisi? -le echó en cara Úrsula.
-Es que no debe darle coba al demonio.
-Llévensela -ordenó Úrsula como si tuviera un ejército bajo su mando.
-A mí no me mires, que bastante tengo con controlar las pelusas -se quejó Carmela.
-Por favor, señoras, que estoy tratando de negociar con el delincuente -recordó Eisi.
Desde abajo podíamos intuir que aquel hombre que había provocado que doña Monsi se encerrara en su casa no tenía pinta de peligroso. Llevaba corbata, un maletín y algo de fijador.
-Amigo, ¿qué busca en este edificio? -le preguntó Eisi con la mano en el bolsillo para intimidarlo.
-Buenos días, soy el inspector 478 de la sección 51A del departamento de Prevención Sanitaria de la Organización Mundial de la Salud -explicó.
-¡Ja! Mentiroso. Comprueba sus pupilas -gritó María Victoria.
-¿Te quieres callar? -insistió Úrsula, que le hizo una seña a Carmela para que la considerara una pelusa y la mantuviera controlada.
El hombre mostró un papel.
-Tengo una orden de decomiso.
-¿Se lleva a la presidenta? -preguntó Eisi esperanzado.
-No. Vengo a requisar su arsenal, pero me ha dado un portazo atronador.
-Dios mío. No puedo creer que doña Monsi esté colaborando con el norcoreano -comentó decepcionada la Padilla.
-Esta señora acumula en su vivienda más de 3 kilos de ácido saletilsalicílico forte y hemos detectado que está generando niveles altos de emisiones a la atmósfera, perjudiciales para la salud.

Carmela no pudo contenerse.
-¡Qué vergüenza!
-¡Es para la cabeza! No saben los dolores que me causa la laca -se excusó doña Monsi a través de la puerta.
-El paracetamol hace menos daño -le aconsejó la Padilla.
Sin avisar, Eisi dio una patada y tumbó la puerta de la presidenta.
-Requise -le dijo al inspector-. Y a ella debería llevársela también.
El hombre apiló las cajas en el portal y esperó a que llegara su compañero con el furgón. Antes de irse, Carmela le entregó una pelusa.
-Esto también es perjudicial para la salud. ¿Podría venir otro día con su compañero a llevárselas todas?

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